jueves, 6 de diciembre de 2012

'Siete veces siete.'

Hay quienes sostienen que tu nombre te marca.
Kotrolo no sabía nada de eso. Ni falta que le hacía.
Sin embargo, su peculiar forma de ser no desmerecería aquel extraño nombre heredado de un precioso cuento literario, pues tuvo un carácter muy marcado en el que la viveza y la arrogancia de los primeros años irían mutando a una mirada cansada e inteligente, aunque sin perder nunca ese aire canalla que le acompañaría toda su vida.
Kotrolo, Kotro, de puro malo que era, nos dio disgustos casi desde el primer día, mordiendo sin ladrar antes a medio vecindario de nuestro pueblo, y parte del de la comarca. No fueron pocas las veces que tuvimos que enseñar su calendario de vacunas.
Y sin embargo, su extrema inteligencia y  graciosa desobediencia (venía cuando él quería) nos ganaron desde el principio.
Por ello, disfrutaría en casa una vida perruna llena de comodidades, que incluiría veraneos en la casa de la playa, y una dieta variada en la que no le faltarían desde pizzas a huevos fritos con patatas y salchichas, pasando cómo no, por el guiso casero de lentejas, su preferido.
Su única obligación durante los años que compartió con nosotros fue acatar la obligación paterna de tener que comerse diariamente una galleta María a las ocho y poco de la mañana, muchos días sin ganas e incluso con un ojo medio cerrado por el sueño.
Aquel chucho pequeño, fruto del desliz de una madre pequinesa con cualquier pero callejero de Vicálvaro, llegó a casa siendo un feo cachorro negro y paticorto rondando yo los ocho o nueve años.
Desde el primer día nos tuvimos una extraña mezcla de admiración y respeto en parte basado en el miedo, pues no tardaría en morderme en nuestros primeros juegos, a lo que yo respondería enseguida con un mordisco similar en su pata demostrándole con ello que le tenía aprecio sincero como a un igual.
Por aquella época había oído yo en algún corrillo, que los años perrunos eran como siete de los nuestros, así que durante todos los que nos acompañó haría en multitud de ocasiones la conversión para saber ‘exactamente’ qué edad iba teniendo mi viejo amigo, adaptando con el paso del tiempo mi trato a su experiencia vital.
Ha pasado mucho tiempo desde que no nos acompaña, más de una década, tal vez casi dos, y además de no haberlo olvidado, me planteo que quizás aquella vieja historia de la conversión de los ‘años perrunos’ fuera verdad o no, fallaba en la base, al presuponer que los ‘años humanos’ son constantes para cada persona.
Si no lo fueran, en mi caso, se explicarían muchas cosas. Si, por ejemplo, mi edad vital transcurriera siete veces más lenta que la de la mayoría, esos lapsus de pocos minutos que tengo cuando sueño despierto, para mi edad, realmente supondrían segundos.
Echando también la vista atrás, bajo esta perspectiva, la carrera se me haría tan rápida por no llegar al año de duración, y de la misma manera, el tiempo trabajando transcurre tan fugazmente, por apenas haber alcanzado el año y medio trabajando.
Pero sobre todo donde más lo noto, es en mi reloj interno, el guardián de mis emociones, de mis sufrimientos, desvelos, y sobre todo, el de mis ilusiones. Vivo en un mundo siete veces más lento, camino despacio, a veces me paro, respiro, pienso, os veo vivir, correr, sufro, disfruto, siempre con preguntas, siempre a mi aire, ajeno a las prisas….
¿Debería tenerlas a punto de cumplir mis cinco?

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