Llevas dos o tres semanas ilusionado con
participar en un concurso de relatos cortos.
Te
sirve para recuperar las ganas de escribir, de sentarte delante de un folio en
blanco, disfrutar dando cuerpo y vida a
esas ideas extrañas que te vienen a deshoras, mezcla de recuerdos algunas
veces; sólo imágenes las más.
En
ocasiones, te surge un final, y tratas llegar a un comienzo incierto, como el
niño que alcanza el diez en la rayuela, y sabe que se lo juega todo en un
difícil salto que incluye el giro hacia un posible retorno. Otras, sólo el
contexto de una historia, pendiente de escribir, como las pinceladas del fondo
de un óleo, que trazadas con emoción y acierto, pueden ser el germen, dar vida
a preciosas composiciones.
Ya
has terminado, simplemente porque lo decides, siempre se puede perfeccionar,
siempre hay un sinónimo que sustituir, una coma que trasladar. Sabes que lo escrito es mejorable, pero
quieres a tus líneas porque siempre hay algo de ti en ellas.
Ahora tienes
que elegir un pseudónimo, qué sensación más extraña, tratar de encontrar un
‘alter ego’ con el que sentirte cómodo, renombrarte sin perder tu esencia, que
tus líneas sigan siendo tuyas. Lo encuentras en algún rincón de tu mente, ya te
pertenece, pero como siempre, te pierde la curiosidad, imaginas cómo hubiera
sido tu otra vida, como mínimo con otro apellido tus compañeros de clase
siempre hubieran sido otros; con otro
nombre tus santos hubieran sido diferentes…
Aunque
dudas, no lo puedes evitar, asomarte a esa nueva ventana que ofrece a veces
imágenes movidas de un mundo en
constante cambio. Tecleas tu nuevo nombre y rápidamente encuentras tu otra
vida, fuera de ti.
Saliste de tu país para vivir
fuera, te casaste…
No
quieres saber más, ya estás casi seguro de que todo cuanto crees habrá sido
vivido por otros.
Tal vez sólo sepas recordar.