La vejez les pilló viejos.
De hecho, Panduro ya lo
era cuando fue adoptado por los vecinos de los dueños de Ajostiernos, que a su
vez tuvo mucha más suerte, pues aunque bastardo fue acogido recién nacido.
Siendo el primero un
ratero marrón muy feo, algo lento y temeroso, sus dueños nunca supieron
distinguir en él si tenía un problema en sus lagrimales o estaba dotado de una
inusitada sensibilidad perruna.
Ajostiernos siempre fue a lo
suyo, también pequeño aunque más corpulento, color azabache, vivaz y canalla.
Ya bastante mayores, con
el escaso tráfico del pueblo y sabiendo que no irían muy lejos, sus dueños les
dejarían la puerta abierta por las tardes para disfrutar juntos de algo de libertad controlada.
¿Dónde iban a estar mejor
que en casa?
No tenía sentido que no
volvieran, algo ciegos ya, con andares renqueantes y respiración exhausta al
finalizar alguna correría vespertina e infructuosa tras perras bastante más
jóvenes.
Así fue todo el tiempo, o
casi…
Panduro siempre volvió,
Dios sabe lo que padeció antes de encontrar su hogar.
Ajostiernos, agradecido a
su manera, quiso ahorrar a sus dueños verle apagarse, perder su fuerza.
Al final sólo deseó dormir
en la tierra y ver amanecer.
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